lunes, 18 de junio de 2007

XUAN DE LA ERÍA-. Que era de nieve. Relato perteneciente a DONDE EL AZUL SE PIERDE. (A Màrius)

Su primer recuerdo de sonido, fue el silencio.
La casa, de piedra vista, grande, extensa, guardaba en el interior, los primeros sollozos jamás escuchados.
Era una niña tranquila, sonriente, de ojos vivos que recorrían rostros, barrotes de madera de la cuna; el techo pintado de azul y estrellas.
Más tarde, quizás a los dos años, el sonido era el de los árboles peinados por el viento; el estremecimiento de las hojas cuando se besaban con suavidad amorosa; el trino de los pájaros y una continuada cadencia que era armonía se unió al recuerdo. Su padre extraía música de un instrumento.
Encinas añosas, de grueso tronco, cubrían con su copa, a quince o veinte metros del suelo, el ámbito familiar, rodeándole de paz y frescor en el devenir de cada día.
Construyeron la cabaña sobre una de ellas, pensando que jugaría con muñecas, cocinitas, y pastelillos de plástico, aunque sentíase atraída por el bullicioso trasto que su padre tañía, conjuntando él solo, todos los sonidos oídos desde el mismo instante de su concepción, cuando apenas era embrión, luego feto; más tarde, el ser que conformaría su identidad.
Tan pequeña, y el empuje vital de la música daba aliento al maleficio que marcaría su existencia. Podía tocar el violín con la simple magia de sus prodigiosos dedos; fascinante conjuro de aquél oído que ligaba de inmediato las notas de una melodía, ensamblando sensibilidad e innata técnica, nunca aprendida con el hartazgo de la enseñanza, sólo ahíta ante la seducción que una composición podía producir en ella.
El conjunto de todo ello parecía conducirla a la inmolación de si misma.
Era frágil.
Cuando fuera de la casa, bajo las centenarias encinas, ensayaba una y otra vez un martelé, o la simple práctica de ejecución: movimiento de muñeca, digitación y estudio de partituras, parecía una ninfa escapada de dios sabe que estanque, que levitaba sobre el césped, entre los árboles, etérea, casi transparente, como si fuese modelo ideal, apenas inventada por cualquier pintor impresionista, deseoso de representar la musa viviente de una de las artes.
A la caída del sol, antes de que llegara a ocultarse, miraba espectante el promontorio que los pueblos cercanos denominaban "La Mola". Le parecía una dentadura completa, como la que su abuela depositaba cada noche en un vaso. Bromeaba con sus hermanos sobre lo que sucedería ante la caída de un diente; qué encontrarían bajo la almoada al día siguiente.
En su interior les envidiaba. A pesar del oculto deseo de ser como ellos, el cansancio vencía su cuerpo; en ocasiones el espíritu. Una lasitud abrumadora la invadía, lánguida, entorpeciendo movimientos, los blancos brazos, el níveo cuello, los marfileños senos que comenzaban a despuntar, los quebradizos pies que parecían no tocar la tierra.
Fue precisamente el albor de su piel la que puso en alerta a los padre.
Pese al embrujo de la música que fluía del violín cuando tocaba, comprendieron que aquella debilidad era antinatural. Tras múltiples análisis, la verdad golpeó dolorosamente a la familia. Una palabra quedó impresa en sus cerebros. Leucemia.
La leucemia consumía la nacarada castidad adolescente.

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