domingo, 21 de enero de 2007

Xuan de la Ería-. PASADO MAÑANA, UN DÍA CUALQUIERA DESPUES

Lentamente, con las manos a la espalda, encorvados los dos al sentir sobre nosotros el peso de las responsabilidades, salimos al jardín.
Mis ojos reposaron con melancólico amor sobre las cosas de la noche. Me identificaba con el enemigo, porque en él había algo de lo que parecían carecer los demás; angustia de saberse solo en un mundo lleno de muertos. Posiblemente estuviese equivocado. Dios podía ser mucho o no ser nada, sin embargo lo del sudor de la frente sí que no era un sueño.
El General alzó su rostro hacia la luna.
-. ¿Le gustaría ver mi colección de mascarillas?.
-. Por supuesto.
-. En ese caso, venga conmigo.
Atravesamos el salón, introduciéndonos en las habitaciones interiores. Largos, interminables pasillos. Llegamos a un corredor forrado en su totalidad con terciopelo granate, color de sangre y desdicha.
Allí estaban expuestas.
Parecían mirar a lo lejos, silenciosas, por encima de aquellos que las contemplaban; desde lo más recóndito del dolor humano hablaban en silencio
Había caras despedazadas, desgarradas, contraídas por una vida de pasión, y restauradas por la mano de la muerte para llevarlas a cumplir su último destino.
Rostros que en vida debieron llevar impresa la huella de la Eternidad, a la que siguieron calladas. La muerte no había tenido más trabajo que conservarlas como las había encontrado.
Y también estaban las de los sorprendidos al entrar en la gran oscuridad, como niños. La muerte las había parado en medio de su gran estupor. Tenían los ojos abiertos, sin miedo, completamente vacíos; a través de ellos entraba la nada, el silencio, o cualquier otra cosa que en otros tiempos hubieran podido ver o mirar; los senos de una hermosa mujer, una ejecución, el nacimiento de un niño; cualquier cosa que hasta ellos hubiera llegado sin prender ni dejar interés, muertos vivos como todos nosotros; porque allí estaba la mía, la de toda la humanidad, vencedores y vencidos.
-. ¿Sabe usted las palabras de mi madre cuando vio por primera vez la colección?.
Me estremecí.
-. No.
-. Dijo:"Espero querido hijo que tu mascarilla no desmerecerá de estas". Impresionado, respondí que naturalmente, procuraría que así fuese.
-. ¿Y no le preocupa como será usted cuando muera?
-. Desde luego, muchacho. Pero entonces ya no habrá remedio.
Comenzaba a amanecer cuando bajé las escaleras con la mano de Aurora entre las mías. Al llegar a la acera se soltó, arrebujandose en las pieles.
-.Hace frío.-. susurró.
Caminamos. Era otoño. Hojas amarillentas de los árboles se movían en remolinos sobre las ruinas. Unos pocos, los que pasaban a nuestro lado levantado el toque de queda, tenían rostros lívidos y macilentos, como groseros fantasmas cubiertos de lepra y miedo.
-.Juan.
Aurora me llamó suavemente. Caminaba delante de ella, pensativo y solo, recordando las mascarillas que el General había conseguido de los muertos encontrados en su camino. Me volví. Tenía los ojos llenos de lágrimas. La abracé y sollozó sobre mi hombro.
-. ¿Qué ocurre?.
-.¿ Recuerdas como era esta calle?.
Recorrí con la mirada las fachadas resquebrajadas, ennegrecidas por los incendios. En otra época, cuando era estudiante, paseábamos por las aceras. Ahora la calle, al igual que la ciudad, estaba triste; la humedad rezumando por tejados y paredes agrietadas. Parecía mezquina. No inspiraba melancolía, sino desesperado tedio.
Cogí a Aurora por el brazo. Del interior de unas ruinas. como un eco lejano, apagado, salían las canciones monótonas de unos niños. Sentí una pena honda. Tenía ganas de reír sin saber de qué. El mundo amanecía plomizo. La apreté contra mi.
-. Aurora, querida, no te preocupes. Es posible que un día todo vuelva a ser como antes.
-. Si, será como antes...
Red, puesto en pie, camina lentamente hacia el agua. Ha bajado las escaleras. Me llama. Acudo sin prisas. La niebla comienza a levantarse. Permanece en silencio.
-. Este es mi relato, Red, lo único que puedo contarte.
Quizás un día le narre el final, aunque no es seguro.
Estoy triste y cansado. ¡Qué razón tenía, mi General!. ¿Qué puede importarnos nuestra mascarilla una vez muertos?.
-. Y el mundo no ha vuelto a ser el de antes, ¿verdad?.
Miro al hombre que está a mi lado. No es un extraño, pero no me importaría dañarle, golpearle. Representa lo que odio, lo que odiaba; contra lo que he luchado.
-.¡Qué importa el mundo!.
Doy media vuelta y regreso a la torre.

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