jueves, 14 de junio de 2007

Xuan de la Eria-. Que era de nieve

El violín dejaba marcas en el cuello, en el hombro, en los delgados brazos, en los diáfanos dedos. Pese a proteger la barbilla con un suave paño, mezcla de seda y algodón aterciopelado, las rojeces se enseñoreaban en la perlina piel.
Así nació la leyenda: "Era de nieve".
Años más tarde, en el blanco lecho, rodeada de blancas mujeres uniformadas que cuidaban su llagado cuerpo, antes del previsible fin, tomó la decisión de abandonar las blancas paredes; el blanco hospital; la frialdad armiñada que rodeaba su silencio. Regresó al verdor oscuro de las encinas, a la ausente caries de su amada "Mola".
Las "codinas", rocas lloronas que en tiempo de lluvia parecían lamentar, teatralmente trágicas, la presencia del hombre, detuvieron sus lágrimas para no apenarla.
En días de sol, transportaban su lecho, bajo la enramada casita de juguete, que aún permanecía desabitada en el árbol. Allí, rodeada por los sonidos de la niñez, dejaba volar en libertad recuerdos, que en ocasiones, acogía su padre en la madera de los violines, interpretando aquellas melodías que ambos amaban; que siempre, hasta el final de los días, dormirían en su memoria, dispuestos a ser despertados en el momento preciso, cuando la nostalgia tuviera necesidad de ellos, consiguiendo revivir el pasado que la desdicha amenazaba, con olvidadiza altivez, dominando el dolor de su mente.
En ocasiones, las encinas, apesadumbradas, oscurecían sus hojas, haciendo que la piel resaltara, más blanca si cabe, nívea, bajo el escaso cabello que se escondía bajo un coloreado pañuelo que anudaba a la cabeza a la manera somalí, abriéndose cual si fuera una exótica flor que respiraba el limpido aire de la montaña.
Transcurrían las tarde de otoño, la música desgranándose como simiente en sazón, presagiando la proximidad que pronto convertiría a la niña en eterna nieve.
Un resquemor incierto, hacía que negara la posible pérdida de la huidiza nostalgia. Escuchaba entonces la Sinfonía número 6 de Tchaikovski, "La Patética". Nunca le había interesado, aunque ahora el primer tiempo, un adagio poderoso, triste, con remembranza de dolor contenido, al transformarse más tarde en allegro esperanzado, llegaba a humedecer sus ojos, tratando de contener el asomo de lágrimas que pudiera entristecer aquellos que la rodeaban. Era sin embargo el adagio del cuarto movimiento, con su conmovedor lamento, el que hacía llorar a todo lo que rodeaba el lecho; los pájaros, el viento, las horas, el día, los amigos, el silencio...
Parecía quebrarse la cuerda en un llanto íntimo, creciente, que llegaba a alcanzar el sentimiento orgánico de aquél "patetismo" con el que la sinfonía había sido bautizada.

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