jueves, 18 de enero de 2007

Xuan de la Ería-. PASADO MAÑANA, UN DÍA CUALQUIERA DESPUES

Acabo de llegar. Hace apenas dos horas. Desde lejos se veía el mar alargándose; unido en intimidad con la tierra ocre que nos rodeaba; la carretera serpenteando entre colinas peladas, terrosas, de vegetación escasa; dos o tres palmeras; dos o tres casas unidas con pequeños jardines, en medio de una soledad casi desértica, de tierra agrietada, a veces amarillenta, a veces rojiza.
El autocar, con su carrocería de madera que crujía en cada curva, subía a duras penas, renqueando quejumbroso, las colinas claras, luminosas bajo este sol de otoño. Y a lo lejos el mar llenándolo todo, toda su lejanía, toda esa lejanía.
El pueblo es pequeño, de casas de una planta, con tejas rojas, paredes encaladas, albinas; las palmeras surgiendo por encima de los tejados; y una playa, larga, fina, de arena gruesa, enfrente, sirviendo de puerto con su ensenada.
Pero lo que más me atrae es esa soledad que parece inundarlo todo; los acantilados en lo que la vista alcanza; la llanura a la espalda, cara al mar; y un poco más allá las montañas de azules que cercan el pueblo; que lo empujan al agua, que parece que van a entregarlo a las profundidades y tenerlo allí bien escondido, guardado de los hombres que pueden ensuciarlo, prostituirlo en su blancura de cal y cemento; ladrillos y piedras; barro y más barro.
Creo que he hecho bien alojándome en esta casa, a cuatro o cinco kilómetros por la carretera terrosa, en plenos acantilados. Es una edificación curiosa; alargada, de dos pisos, inmensa, con patios interiores columnados; las escaleras de piedra carcomida, ventanas enrejadas, grandes puertas que dan a una playa donde la marea deja infinitas deposiciones; algas, botellas, maderas, y algo de alquitrán de los petroleros que pasan.
Me han dicho que hay días en que las olas mojan sus gruesos muros. Entonces el agua penetra en los patios, y las gallinas que por ellos pasean, tienen que encaramarse en el tejado, asustadas ante la furia de los elementos; el viento desolador en el invierno, quizás en este otoño presente, frío y luminoso, de sol enfermizo.
A mi esta casa me da la impresión de ser un viejo barco, sólido, encayado en la arena, desafiante en medio de su soledad. Porque aquí no hay nada ni nadie; ni siquiera ese grupo de casas que se protegen a sí mismas de las arrugas de la tierra, de la edad terrena que en este lugar parece agudizarse, más avejentada aún que en el resto del país.
Desde arriba, por la ventan de mi cuarto, he visto a lo lejos, junto a una torre en ruinas, una casita blanca, pequeña e insignificante. Algún día me acercaré a ella y veré si está habitada. Pero lo que importa ahora es descansar. Si puedo escribiré algo. Pero sobre todo miraré el mar; la mar. Estaré pendiente de ella, observando todos sus cambios. Eso haré. Descansar y mirar la mar. Pasear por sus orillas, bañarme en sus aguas templadas, en una playa cualquiera, perdida y alejada del pueblo. Olvidaré los años desperdiciados; la guerra; las órdenes absurdas; mi ansia de libertad satisfecha tan solo con horizontes amplios, lugares a los que uno nunca llega; siempre hacia adelante, perdiéndose un poco; siendo algo de un nuevo Godot Inalcanzable; siendo al mismo tiempo un poco de Vladimir y Estragón.
La verdad, no sé por qué han venido a mi memoria en estos momentos. Quizás porque pienso en la posibilidad de quedarme para siempre entre estas arenas; flotando en las aguas; descomponiéndome en ellas.
Presiento que va a costarme mucho tiempo recobrar la lucidez, la calma, el sentido de mi vida perdido hace años. Pero no importa. Es más, no me interesa. Si consigo encontrarme a mí mismo,
saber qué es lo que realmente desespero encontrar, la cosa irá bien. En caso contrario, lo mismo dará. Acabaré de cualquier forma.
La mar, me gusta el femenino que usan los pescadores, está ahora grisácea. El sol ha comenzado a ocultarse y el cielo está cubierto de nubes negras; brillantes, ligeramente doradas, rojizas en los extremos; las partes claras de lo que fue cielo azul, plateadas; las otras, oscurecidas como el alma de los hombres, casi ébano.
Veo algunas barcas. Pasan con sus motores ronroneantes; los hombres de pié, observando. Dentro de poco será noche por completo. Y yo me encontraré de nuevo tendido en la cama, escuchado el rumor sordo de la olas en mi uterina oscuridad; las voces de los hombres se elevarán estentóreas en el patio columnado, mientras juegan a las cartas.
Nada más.
Eso es todo.
Mañana...

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